2001: ODISEA EN EL ESPACIO

Kubrick en su laberinto

Festín visual. Surrealista. Épica. Un hito en la historia del cine. Pero también densa, fría, críptica y pretenciosa. Pocas veces una película ha provocado opiniones tan bipolares por tanto tiempo.

Por Daniel Zambrano

Lo que está claro es que marcó un hito por sus revolucionarios efectos especiales, su realismo científico, sus diseños elaborados y ese indescifrable e hipnótico final. Y no es para menos, porque «2001: Odisea en el espacio» es una experiencia multisensorial -y a ratos sicodélica- que aborda temas como la evolución, la tecnología, la inteligencia artificial y la vida extraterrestre.

Para la ciencia ficción fue como una bengala hacia el norte en una noche despejada. Imposible ignorarla. Y es que, salvo honrosas excepciones, hasta ese momento el cine del género estaba dominado por alienígenas hidrocefálicos y platillos cromados en los que, si aguzabas un poco la vista, se podían ver los hilos. Lo que ahora llamamos Cine B era lo que había. Kubrick soñaba con ponernos serios y realizar «la más sublime película de ciencia ficción».

¿Por qué un director respetado querría correr el riesgo? Bueno, en realidad el asunto era un papa caliente. Desde que los rusos pusieron al Sputnik sobre nuestras cabezas habían obligado a la humanidad a mirar al cielo y preguntarse de qué iba la cosa. El discurso de Kennedy no había hecho más que ponerle urgencia y recursos a la carrera espacial, y la posibilidad de ver a seres humanos llegar a otros mundos y darnos cuenta de que no éramos los únicos ya no parecía solo un capítulo de Flash Gordon.

La pregunta sobre la vida extraterrestre daba vueltas en la cabeza de Kubrick desde que terminó de filmar «Dr. Strangelove». Se preguntaba qué pasaría si nos encontráramos con otra inteligencia, qué apariencia tendrían o si podríamos comunicarnos con ellos. Consciente de sus limitaciones en el género, el director decidió ponerse en contacto con un experto en lo que todavía no pasaba. Las referencias lo llevaron hasta Arthur C. Clarke, uno de los más rigurosos escritores de ciencia ficción de la época y el autor de varias novelas famosas. Kubrick tenía sus dudas sobre el interés que tendría C. Clarke por participar en un proyecto fílmico, así que se limitó a enviarle un telegrama inspirado, pero breve. No tenía por qué saberlo, pero del otro lado habitaba un admirador entusiasta, que había quedado impresionado con «Lolita» y quien de inmediato se puso a su plena disposición.

Nueva York haría de campamento base. Aquí se conocieron y se embarcaron en una aventura que los abduciría por cuatro años. En los meses que siguieron se reunieron por lo general en la casa de Kubrick, a veces hasta por diez horas seguidas, para ver todas las películas de ciencia ficción que existían y leer a los clásicos del género. De todo esto sacaron en limpio que querían evitar representaciones fantasiosas del espacio, inclinándose por el realismo y la precisión científica. Buscaban mostrar la exploración planetaria tan pulcramente como lo haría un documental. Al final de este proceso, C. Clarke le presentó a Kubrick seis narraciones de las cuales una lo cautivó especialmente: «El centinela», la historia de un monolito emplazado en la luna por una civilización extraterrestre. Era un comienzo, pero mucho hilo le faltaba a esa madeja.

A Kubrick le gustaba trabajar con libros, pero como todavía no existía uno, le sugirió a C. Clarck que escribieran una novela sobre la que pudieran extrapolar un guión. De esa manera, pensó, generarían más ideas, inyectándole más profundidad al proyecto. «Si puedes describirlo», le dijo a C. Clarck, «puedo filmarlo». En los meses que siguieron, consideraron y desecharon cientos de tramas y el escritor produjo un par de miles de palabras al día de lo que Kubrick tituló tentativamente: «Cómo se ganó el sistema solar» (parodiando la cinta «Como se ganó el oeste» de 1947).

Hiperrrealismo

Para que las cosas se vieran como si fueran ciertas, necesitaban algo más que buenas ideas y una trama pulida. Y C. Clarke conocía a ese algo: era un humano y se llamaba Harry Lange, un ingeniero y diseñador de cohetes de la NASA, quien además había trabajado como ilustrador para la fuerza aérea. Cuando Kubrick lo conoció le lanzó una pachotada sobre lo fácil y barato que era conseguir un ilustrador en Nueva York, pero cuando vio sus bocetos quedó impresionado por su detallismo. El que trabajara en la NASA ya era demasiado bueno para dejarlo ir, así que lo levantó de la agencia espacial ofreciéndole el triple de su sueldo.

El cineasta le impuso una condición: que todo fuera convincente y realista. Si había una estación espacial, tenía que verse funcional. Lo mismo corría para el diseño de los trajes espaciales, la estructura de los cohetes o las consolas de la nave. En vez de intimidarlo liberó a la bestia. Pronto Lange se revelaría como un genio creativo, un perfeccionista y un animal de trabajo.

El diseñador, junto a su socio, Frederick I. Ordway, realizaron la mayoría de su diseños y maquetas en un pequeño estudio que Kubrick armó en su casa de Nueva York, desde donde pedía continuamente consejos a sus ex colegas de la NASA y hasta al mismísimo Wernher Von Braun, el genio alemán que diseñó las V2 de Hitler y que en ese momento era el máximo responsable del programa espacial norteamericano.

Aquí es donde la línea entre fantasía y realidad comienza a difuminarse. El trabajo de Lange era tan convincente que la casa de Kubrick comenzó a ser visitada por astronautas, quienes la bautizaron la «NASA del este». No solo eso. Su nivel de detalle era tal, que todos sus diseños tuvieron que ser visados por la Agencia de Seguridad Nacional, en Washington DC, porque podrían haber sido considerados documentos secretos (y su difusión prohibida).

El lienzo abierto y la permanente agonía

Como suele pasar, el tiempo se les vino encima y cuando llegó el momento de iniciar la producción no tenían ni libro terminado ni guión definitivo, pero ¿cuándo ha impedido eso hacer una película? Menos si eres el chico rebelde, pero mimado del estudio.

El caso es que MGM pensaba que tenía entre sus manos un nuevo «Ben-Hur» o por lo menos otro «Espartaco», el taquillazo del mismo Kubrick. Lo que vino después sería un momento irrepetible en la historia de Hollywood, un gol de media cancha que le permitió a uno de los directores más excéntricos y perfeccionistas de la historia tener a su disposición un gran presupuesto y manga ancha para hacer y deshacer a su antojo. No contento con este espaldarazo, Kubrick decidiría trasladar toda la producción a Inglaterra; a un océano de distancia de sus jefes.

Seguiría un período que el productor Ivor Powell definiría como un «lienzo abierto» y C. Clarkle como «una experiencia maravillosa llena de agonía». Pero ¿adónde apuntan estas frases tan cargadas? No olvidemos al genio meticuloso en su lámpara. Estamos hablando de uno de los directores más quisquillosos de la historia y el desarrollo de 2001 marcaría la consolidación de las pautas que seguiría en toda su filmografía posterior: su secretismo, su obsesión por las ambientaciones amplias, su apego enfermizo por los decorados minuciosamente detallados y el control de absolutamente todo.

Hoy, en la época del CGI, los horribles fondos verdes y esos ridículos enteritos de captura de movimiento, nos cuesta dimensionar que, por ejemplo, para la escena del paisaje lunar -que no dura más de 4 minutos- Kubrick ordenara importar, lavar y teñir de color azul 90 toneladas de arena. Un detalle si se compara con los 6 meses que tardó su equipo en construir el área de trabajo y de vida de la Discovery, la centrífuga de la nave, el único lugar donde en la película existe gravedad, generada artificialmente por la rotación en 360 grados de la estructura. No se demoraron medio año solo en el bricolage, sino porque Kubrick se empeñó en que realmente girara. El resultado fue un carísimo armatoste de 12 metros de diámetro, 40 toneladas de peso y una velocidad de 5 km por hora, cuyo funcionamiento C. Clarke describiría como «un espectáculo portentoso, acompañado de ruidos aterradores». En algunas escenas, los actores tenían que permanecer atados en su lugar por arneses ocultos mientras giraban boca abajo, con accesorios como bandejas de comida atornilladas y otros objetos amarrados o pegados con velcro.

¿Era necesario esto? Totalmente. Si pensamos como Kubrick, claro. El director estaba seguro de que esto le daba a los actores un gran sentido de la realidad, pero también le permitía cambiar de opinión y mover la cámara donde quisiese. Esto ocurría constantemente, ya sea porque el director intentaba otra toma, improvisaba sobre la marcha o porque ordenaba reescribir completamente una escena. Es así como el guión seguiría afinándose hasta casi el último día de la filmación, lo que explica en gran parte por que un rodaje de 130 días terminó triplicándose.

Si Kubrick no va a la montaña…

Los exteriores lo descomponían. Para la escena de introducción con los primeros homínidos, que en realidad fue lo último que se filmó, Kubrick necesitaba de «un desierto fresco». Fiel a su estilo, colgó en su oficina un documento con la temperatura y la lluvia promedio en todo el mundo y en cada estación del año. Pensó en Marruecos y España, pero la necesidad de controlar la luz lo obsesionaba. Finalmente, luego de un año de indecisión y del retraso consiguiente en el cronograma, decidió recrear todo en un estudio. Por supuesto a lo grande.

Para lograr una experiencia convincente utilizó la técnica de proyección frontal, con un fondo grabado en África, pero a una escala que no se había intentado nunca antes. ¿Y la luz? Mil quinientas lámparas controladas individualmente le daban la iluminación precisa y teatral que quería. El problema es que transformó el set en lo opuesto a un «desierto fresco». Literalmente hervía. Tanto como para que los actores -mimos disfrazados- necesitaran refrescarse con aire comprimido lanzado dentro de sus trajes cada vez que se cortaba una escena. Tanto como para que hubiera personal médico en espera permanente por si a alguien se le ocurría arruinar una toma desmayándose. El calor tampoco le agradó mucho al leopardo que aparece en la película, el que tuvo que ser tacleado por su entrenador cuando intentó darle una probadita al homínido protagonista, en vez de apegarse a sus líneas y retozar junto a la cebra. No hay que culparlo, dudo que se dejara engañar por lo que en realidad era un caballo muerto pintado (otra víctima del calor, que tenía el estudio oliendo a carne en descomposición y a la producción haciendo arcadas).

En medio de todo este relato cósmico sin final claro, las vicisitudes de la producción y la experimentación técnica, el director tuvo tiempo para pulir el otro apartado donde la película brilla: el diseño. Lo cierto es que Kubrick inventó una forma de vida, conjugando una ambientación minimalista con algunos toques de pop art, en un entramado que resiste hidalgamente el paso del tiempo. Lo hace mezclando elementos clásicos y objetos de vanguardia de famosos diseñadores de los 50 y 60. Como las butacas de Geoffrey Harcourt que amueblan la sala de reuniones, la mesa Tulip de Eero Saarinen o los asientos Djinn tapizadas en rojo de Olivier Mourgue, que la película convirtió en un icono del diseño. El mismo éxito que acompañó a los característicos cubiertos de acero diseñados por Arne Jacobsen y que gracias al filme todavía se producen.

No lo parece, pero 2001 está saturado de placement. Lo que pasa es que es de buen gusto. Muchos elementos de su set fueron contribuciones de marcas como Whirlpool, Macy’s, DuPont y Parker Pens. Lo mismo pasó con empresas tecnológicas como IBM, AT&T y Nikon, que aportaron con su granito de silicio en este futuro pulcro y funcional. Incluso aparece un equipo de sonido marca Braun diseñado por Dieter Rams, el genio inspirador de los productos más icónicos de Apple.

¿Quién dijo paranoico?

Amante del secretismo y el control, Kubrick llegaba al extremo de guardar su fax en una caja fuerte. Sin embargo, por más que lo quisiera, no podía ponerle clave a la posibilidad de que la trama central de su película -el descubrimiento de vida extraterrestre- fuera alcanzada por la realidad. Si se impacientó cuando en abril del 65 los rusos afirmaron haber detectado señales de radio desde el espacio, no quiero ni imaginar lo que significó estar pendiente del lento viaje de la Mariner 4 hacia Marte para ser el primer objeto en sobrevolarlo y buscar formas de vida. En el primer caso resultarían ser fluctuaciones de un quásar. En el segundo, lo único que obtuvimos fueron unas fotografías rojizas de un planeta muerto.

Por supuesto, no se quedó tranquilo. Era el apogeo mismo de la exploración espacial y el peor momento para tener miedo de sus hipotéticos derroteros. Carl Sagan cuenta que estaba desesperado y que lo ayudó a contactarse con el Lloyd’s de Londres para subscribir una póliza de seguro por 10 millones de dólares. La idea era protegerse contra las pérdidas en el caso de que el descubrimiento de vida extraterrestre arruinara su historia. Lo sorprendente es que Lloyd’s, la compañía que aseguraba las cosas más insólitas, se negó a firmar tal póliza. Mala cosa.

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